A propósito del debate sobre la gastronomía peruana, iniciado a partir de una crítica del escritor Iván Thays a la forma en que es promocionada la nueva novela “gastronómica” del publicista Gustavo Rodríguez, me parece pertinente introducir algunas observaciones sobre la dimensión política y social del tema, que muchas veces se soslaya por condimentos secundarios relacionados a gustos y disgustos particulares.
No voy a hablar de sabores y olores,
ni sobre lo que me parece delicioso o lo que me indigesta. No tengo la menor
intención de realizar una apreciación estética y/o de los efectos
gastroenterológicos de un plato. Me interesa sobre todo destacar como un grupo
de cocineros han desarrollado un discurso sobre la comida peruana que puede
articularse al de la soberanía alimentaria que sostienen organizaciones
campesinas alrededor del mundo.
La definición de soberanía alimentaría
es relativamente nueva. Aparece por primera vez en las discusiones de la
organización la Vía Campesina en 1996 como respuesta al discurso de las
multinacionales sobre la importación/exportación de alimentos, de los
monocultivos y los transgénicos como aparentes soluciones a la escasez de
alimentos. En este contexto surge la soberanía alimentaria como una
alternativa que defiende la producción local en pequeña escala y que respeta el
modelo ecológico de las diferentes áreas cultivables.
“La soberanía alimentaria es el
DERECHO de los países y los pueblos a definir sus propias políticas agrarias,
de empleo, pesqueras, alimentarias y de tierra de forma que sean ecológica,
social, económica y culturalmente apropiadas para ellos y sus circunstancias
únicas. Esto incluye el verdadero derecho a la alimentación y a producir los
alimentos, lo que significa que todos los pueblos tienen el derecho a una
alimentación sana, nutritiva y culturalmente apropiada, y a la capacidad para
mantenerse a sí mismos y a sus sociedades” (Vía Campesina, 2002).
Bajo esas premisas también se
revaloran las cocinas locales frente a una pretendida estandarización
internacional de los hábitos alimenticios globales. Como advierten Joao Pedro
Stedile y Horacio Martins (2011), “la manipulación industrial para la oferta de
alimentos con sabores, olores y apariencias similares a los naturales, sumados
al aumento de la oligopolización de los controles corporativos de las cadenas
productivas alimentarias, nos indican, entre otros factores, que inversamente a
la construcción de soberanía alimentaria, se camina a una tiranía de la dieta,
homogeneizada y manipulada, en búsqueda de altos lucros para las grandes
corporaciones agroindustriales”.
Esta posición ha sido recogida por
algunos gobiernos progresistas de América Latina. Precisamente, a mediados de
enero, asistí a una reunión en la que investigadores sociales expusieron
avances y limitaciones sobre políticas de soberanía alimentaria que se han
venido implementando en Ecuador y Venezuela, con especial énfasis a partir del
2008 en que los países del ALBA realizan la primera cumbre presidencial sobre
el tema.
Los estudios muestran que Ecuador y
Venezuela han implementado una serie de macro políticas y normas legales a
favor de los campesinos y de la biodiversidad. Por ejemplo, se ha prohibido los
transgénicos, se ha realizado entrega de tierras a campesinos, se habla de
promover los conocimientos ancestrales a la par de mejoras tecnológicas, entre
otras medidas que poco a poco se han venido ejecutando a pesar que, por
ejemplo, en el caso ecuatoriano chocan con los grandes exportadores de bananos,
flores y camarones.
Sin embargo, a pesar de los avances en
las políticas públicas a favor del pequeño productor del campo, los países
mencionados poseen una débil política de promoción de los cultivos de sus
campesinos y del extraordinario valor sociocultural y económico que puede tener
la comida local. Esto hace que sus políticas agrarias no se articulen con el
consumo cotidiano de las ciudades. Es más, actualmente el debate político sigue
centrado en cómo transformar el agro pero no se profundiza en los incentivos
para el cambio en los hábitos de los consumidores o lo que podría denominarse
un giro cultural.
Luego de esta breve descripción que
resume los principios de la soberanía alimentaria y de algunas políticas que en
su nombre se han implementado en la región, vamos a comparar lo expuesto con lo
que viene sucediendo en el Perú, un país donde no ha habido implementación de
políticas progresistas y en el que predomina una receta económica neoliberal.
A mediados de los 90 surgió un grupo
de cocineros peruanos que comenzaron a dar darle otra dimensión a la comida
tradicional del país. Aparecieron una serie de fusiones, experimentos con
ingredientes revalorados, deconstrucciones de recetas de la abuela. En la olla
se mezclaron herencias: andina, criolla, negra, china, japonesa, italiana, etc.
La ebullición de sabores y olores despertó rápidamente los paladares
aletargados por un largo periodo de crisis en el que estuvo sumergido el país.
Una nueva generación lideró este
movimiento que inicialmente algunos identificaron como cocina novo-andina y que
ahora simplemente se generaliza como comida peruana. Estos restaurantes que
comenzaron a surgir en los sectores más acomodados de la ciudad, pronto
comenzaron a expandirse a otros barrios y ciudades del interior. Lo que
inicialmente parecía una moda snob se fue transformando en un resurgimiento
nacional de las diversas comidas regionales.
Los medios de comunicación comenzaron
a prestar cada vez más atención a este fenómeno a través de la radio,
televisión, periódicos y revistas. Es así que el 2003 uno de los cocineros más
destacados, Gastón Acurio, llegó a conducir un programa de cable que se
convirtió en una verdadera aventura culinaria. Acurio ha recorrido todas las
calles de Lima, y gran parte del país, destacando la labor de centenares de
cocineros, desde los mercados de barrio hasta los sitios más elegantes. En
todos los casos resaltando aportes y peculiaridades que los hacen únicos.
Gastón no solo diáloga con el otro sino que aprende del otro. Recoge lo mejor
de las diversas cocinas que visita y lo recomienda por la televisión. Habiendo
estudiado cocina en París no pretende enseñar o corregir, sino que celebra el
conocimiento popular tan igual que el más refinado.
De esta forma Gastón Acurio ha logrado
articular al gremio de cocineros del país en la Sociedad Peruana de
Gastronomía. Pero este no es solo un club de cocineros ricos y famosos, que
cada vez tienen más restaurantes por Latinoamérica y otras partes del mundo,
sino que han desarrollado un discurso de inclusión social, de posibilidad de
transformación del Perú a partir de una revolución alimentaria. Hablan de
comercio justo, de preferencia por los productos orgánicos, de defensa de la
biodiversidad. Se han comprado el pleito contra los transgénicos y junto a
otros sectores sociales hicieron retroceder al gobierno de García en su intento
de permitir el ingreso de semillas genéticamente modificadas.
Este grupo de chefs el año 2007 fundó
la Escuela de Cocina de Pachacutec en una de las zonas más olvidadas de un
arenal de Ventanilla. Desde el 2008 todos los años realizan la Feria Mistura
donde reúnen, bajo un mismo techo, a carretillas de la calle con restaurantes
de lujo. Definitivamente han logrado unir a los peruanos a través del sabor.
Han encontrado en la comida un lenguaje perfecto para desarrollar lo que Ferran
Adriá llama “la cocina como arma social”. En los colegios peruanos se ha
introducido talleres de mini-chef como parte de su currícula complementaria de
actividades artísticas. Se estima que unos 80 mil jóvenes se encuentran
estudiando gastronomía en diversos institutos y universidades. En los últimos
años se han publicado decenas de libros con diversas investigaciones sociales,
culturales y económicas sobre el tema. Es decir, se está realizando una
revolución de sabores que sería muy difícil de lograr con la simple
implementación de macro políticas públicas, sino que el motor de este cambio se
encuentra en el reconocimiento social que valora la importancia de la comida
peruana.
Así pues, vemos como el nacionalismo
promovido por esta visión de la comida reivindica la autodeterminación de los
pueblos a sus propias políticas alimentarías y va mucho más allá, porque “la
cocina no es pues sólo una seña de identidad de las culturas territoriales; es
un factor en el que repercute hondamente todos los procesos políticos, y que
aparece relacionado, y es un medio de lectura, de los conflictos de clases, de las
luchas por el poder ( …), del choque de civilizaciones y de la transición de un
sistema político a otro” (Letamendía, 2000).